jueves, marzo 27

Uno de por aquí (IV)


Día miércoles 19

Escribo por la noche, con un poco de luz que me ha costado conseguir, escribo los detalles de lo que ha dado la jornada, en el entretiempo entre tumbarme y dormir.

Hoy tocaba andar, y no era un buen día para los problemas técnicos: yo he tenido un problema con el calzado. Burga me consiguió unas botas de goma muy prácticas para los lodazales que hemos ido cruzando. Mi problema ha consistido en la raja que cruzaba la bota derecha a la altura del empeine, y desde un primer charco el pie se ha mojado y la media se ha calado. Ha sido peor cuando la raja ha ido a más y entraba la tierra, el barro, las piedras, minúsculas, afiladas. A pesar de esto, que me ha ido incomodando a ratos, yo he disfrutado del itinerario.

Hemos ido dejando atrás el valle de ayer. Las diferencias de altura, las subidas y bajadas han ofrecido paisajes muy cambiantes, todo brumas refulgentes al principio, bosques tropicales después, pura piedra en la bajada final.
Quizá lo mejor de estos paseos, o al menos a lo que he venido yo, sea quedarse un poco rezagado del pequeño grupo, y entonces parar y escuchar, mirar a lontananza -entre las brumas: parecían de decorado. Observar las casitas de la gente de esta zona, a la que nos hemos ido cruzando cada hora, siempre en grupos, con sus mulas cargadas, algunos descalzos: yo los iba parando, como preguntándoles alguna cosa, buscando la excusa mínima para conversar con ellos, pero este dejo brasileño de la gente de por aquí, algo cerrado, con esos vaivenes en la entonación: ha dificultado los intercambios de impresión, que por lo demás no eran de gran calidad. Al margen de lugareños, aquí no se cruza uno a nadie, cosa que se agradece.

Todo esto me ha hecho recordar a Labordeta, el político de donde yo vengo. Los de España quizá recuerden, entre otras cosas, su emisión televisa: recorría a pie las zonas rurales del país, parando a hablar con la gente de los sitios por los que estaba de paso, observando o comentando la belleza que iba atravesando, en un tono siempre campechano, cercano, muy aragonés.
Un tiempo después este hombre se metió a político.

El final del camino ha sido algo pesado, pues a mi problema con la bota se han unido las piedras de la bajada final, puro descenso. Antes hemos comido alguna cosa ligera en la mitad del camino.
Llegar hasta donde escribo ha merecido la pena: una casona de gente de por aquí, con unas camas muy cómodas, con café, tabaco, cerveza, un poco de vino dulce: aquí están muy bien provistos. Hay una terraza con mesas y bancos, y la vista desde aquí es magnífica, sentados frente a las montañas que hemos ido bajando, que veo a lo lejos: lo mejor es esperar al atardecer, cenar algo; y ya cansados quedarse después a observar la luna llena entre las brumas que ya se van levantando ahora, justo al dormir.

miércoles, marzo 26

Uno de por aquí (III)


Día martes 18

-Cosa delicada esta región. Nunca se puede saber en qué momento del día lloverá, ni tampoco su intensidad. Pero es seguro que lo hará.
Habla el señor Burga, quien se ha despertado pronto para despedirnos y controlar que todo está en orden. Coordina o va dando órdenes a los empleados, algo dormidos a esta hora temprana. Se asegura, varias veces, de que llevamos todo lo que se pueda necesitar (que acaba siendo mucho). Sobre todas las cosas se interesa por la lluvia: yo tengo mis soluciones para la lluvia, soluciones que ya he utilizado en mi país y también en escenarios muy parecidos a este, es decir, de naturaleza a cielo abierto durante algunos días. Burga no parece convencido de mi chubasquero, pero yo le tranquilizo. Aquí no se fían: este hombre es algo paternal.
El patio del hotel dibuja el follaje de los árboles que lo ocupan, se intuye algo de luz por el horizonte, la brisa que corre le ayuda a uno a desperezarse, las horas que son y ya hay jóvenes corriendo alrededor de la plaza de Armas; subimos a la camioneta que nos ha de llevar hasta el río Uctubamba, que es un río bravo. Como el guía se hace cargo de todo lo mejor es ir dejándose llevar; nuestro guía se llama Edgar, y es otro de por aquí.

Una vez llegamos al cauce de este río hay que cambiar de coche, pues el único puente que conectaba una orilla con la otra se vino abajo hace algunos días, mientras un volquete con demasiada carga lo cruzaba: fue serio, pues hubo muertos y desaparecidos. Enseguida se ha construido uno para las personas, con unos pocos troncos y algunas maderas, por donde se ven pasar todo tipo de bienes para el comercio, e incluso también servicios, pues me dicen que nos hemos cruzado con el peluquero de esta zona, quien se dirige a dar el afeitado diario al alcalde, sin especificar si es una alcalde importante o no. Se comenta que incluso este puente que usamos ahora nosotros se ordenó hacer porque el alcalde se negó a ser afeitado por otro peluquero, pues sólo se fía del pulso de este peluquero que iba por el puente; y en este mismo orden de cosas yo de paso pregunto cuándo llegará la reconstrucción del puente nuevo: se encogen de hombros y siguen andando. Así es la gente de por aquí: se cae un puente y todo sigue, más o menos y mal que bien, igual.

Luego de un rato en el coche y de trochas algo accidentadas, llegamos a Luya. El trayecto ha sido algo pesado, sobre todo para el guía, que ha tenido que ir entre el cambio de marchas y yo. Desayunamos en una casa de familia local, nos atiende la señora con una bata de entrecasa, recién levantada. Compartiendo mesa con nosotros hay una pareja de holandeses que se nos han unido desde primera hora. Hablamos de Europa, de Holanda y también de Geert Wilders. Coinciden en señalar que hubo, durante algunos años, un oasis holandés muy sólido, que entusiasmaba a los turistas y mucho más a los holandeses. Al parecer consistió en un espejismo donde la gente de este país se dijo que, entre molinos y tulipanes, iban a vivir muy bien construyendo una gran nación todos juntos, fuesen de donde fuesen y con la tez del color que fuese. Aseguran que conforme pasaron los días se dieron cuenta del espejismo, y concluyen que todo esto es algo duro y difícil de entender si no se ha vivido por allí.

Con estos pensamientos me voy a dar un paseo por Luya, a bajar el desayuno. A esta hora los colegiales van, a borbollones, camino de las aulas, con sus uniformes. No sé por qué en tantos sitios los uniformes escolares se han ido perdiendo, pues estos blazers de los chicos son magníficos.

Seguimos, y hay otra furgoneta esperándonos. Esta gente de Burga está muy bien organizada, pues aun con los puentes caídos no nos toca ir a pie en ningún momento. Nos dirigimos hacia otro pueblo, Lamud, donde recogemos a tres belgas francófonos de los que iré hablando; y nos dirigimos todos hacia Karajía. Dejamos el coche y por fin nos movemos un poco, a pie. Yo venía sintiendo un cierto desplacer esta mañana por no terminar de echar a andar, que es en parte lo que vinimos a hacer aquí. Andar es un deporte muy completo que a mi me gusta mucho: los músculos se van poniendo a tono y abre el apetito. Andar es como remar, un deporte que yo he intentado practicar en Lima, pero al ser Lima una ciudad que vive de espaldas al mar, también niega los deportes acuáticos a sus habitantes. Durante esta búsqueda del remo en Lima fui dando con clubes algo elitistas que pedían mucho dinero por echar un bote y unos remos al mar. En fin, vamos andando por este sendero hasta que llegamos a los sarcófagos. El guía Edgar nos explica su significado, explicaciones que hemos de traducir al francés y luego también al inglés. Lo que nos queda más claro es que no hay estudios fiables en esta zona, y mucho menos sobre esta cultura, la Chachapoya. No hay estudios: nadie ha venido por aquí a hacer alguna cosa seria respecto a esta gente. Tampoco los esperan.

Nos encontramos al inicio de un valle, el río se intuye al fondo, el paisaje es espléndido, de postal con brumas de amanecer que vienen desde abajo y luego, conforme posan un rato a nuestra altura, se van desvaneciendo.

De vuelta remontamos el camino de ida y llegamos hasta la furgoneta de nuevo. Hay unos niños hacia los que me dirijo, que viven por aquí y parecen asustarse algo de mi aspecto físico. Luego se puede jugar con ellos, un poco. Y seguimos, todos en la furgoneta, hasta Cohechán, donde almorzamos. Por aquí intuyo que se come siempre igual: un sopa muy consistente de primero, en la que se puede encontrar flotando carne, algo de pasta, verduras, especias, de todo. De segundo, y siempre con patatas y arroz de guarnición, un poco más de carne de vaca, carne pura del campo, con su fuerte sabor. De beber algo de té, manzanilla o mate de coca, bien caliente, nunca agua fresca -que yo echo algo de menos.

De sobremesa hay más niños. Niños de Cohechán. Jugamos un rato con ellos, hago como si los persigo. Nos preguntan si somos gringos, dicen luego hello: salen disparados, y yo detrás. El pueblo parece inerte, aquietado, sin muchas cosas teniendo lugar a esta hora tranquila. Así, una vez digerida la comida, y luego de otro trayecto en furgoneta, empezamos a andar de nuevo. La furgoneta ya se queda por aquí, hay que descargar y transportar las mochilas, el agua para estos días, la comida, todo. Nos despedimos de los holandeses antes de empezar a andar, pues ellos llevan otro plan.

La caminata nos va a llevar hasta el valle de Belén, donde pasaremos la primera noche. Este valle se va asomando y escondiendo conforme vamos bajando hacia él. El sendero por el que discurrimos los belgas, el guía Edgar y nosotros es claro; entre las riadas de árboles el sol de mitad de tarde nos anima a todos, pimpantes, y se va acelerando el ritmo. La tierra y sus colores cambian a cada metro, pasando del ónice al anacardo, luego (por la mezcla del agua y de la tierra) al más puro burdeos; y todo el tiempo resalta la iridiscencia, que se acentúa algo con esta luz.

A mitad de la suave bajada se nos une Rafita, que va con su caballo. A Rafita, que es otro de por aquí, no le entiendo casi nada de lo que habla pues el acento de esta región, con un cierto deje portugués, es muy complicado de atender. Las mochilas se las han cargado al caballo, que es una animal muy chato e incluso un poco endeble y ahora ya está sudando. Este Rafita parece ser un gran amigo del guía Edgar, y se ponen a hablar unos metros por delante. Sin bultos a la espalda el camino se convierte en un placer, una maravilla donde lo mejor es ir oliendo algún paisaje que otro.

Así, la última parte del camino se hace muy breve, y enseguida llegamos a las cabañas donde se pasará la noche. Este valle, una vez se llega, es un deleite si se pone uno a mirarlo con atención. Al atardecer las brumas bajan rápidas, y a ratos el sol se cuela entre estas nubes bajas, creando un espectáculo de colores sobre el verde y el río que discurre despacio: todo es muy plausible. Hablamos un poco con los belgas: unos son pareja y el tercero un amigo común. Están dando la vuelta al mundo, que empezaron por Granada, en España. Más tarde fueron bajando por la costa africana, de Marruecos a Mauritania, y después estuvieron alguna temporada por Cabo Verde, que al parecer les maravilló. De ahí volaron hasta Brasil, país en el que navegaron por el Amazonas llegando hasta el Perú, y bajaron por Iquitos hasta esta región donde felizmente hemos coincidido. Son gente sana y alegre, y da gusto oírles hablar de sus viajes.

Como todavía no está la cena y queda un poco de luz, vamos a dar un paseo. Fue aquí donde experimenté una cosa muy parecida a las arenas movedizas: intenté abrir una nueva ruta cercana al cauce del río, y fui a pisar donde yo consideré que parecía sólido; ahí me hundí hasta la cadera, y no sin cierta dificultad conseguí salir, metiendo la otra parte en este fango camuflado, y terminé algo mojado. Mejor ir a cenar, y de camino coger algo de leña para un fuego que hemos quedado en hacer.

La cena, a la luz de unas pocas velas, es una sopa de esta región, algo más consistente pues en estas cabañas no se dispone de los medios adecuados para hacer grandes cosas: éste será el único plato; los belgas, en la sobremesa, sacan una botella de vino dulce que a mi me hace mucha ilusión. Ya se oyen los ruidos del fuego que va, poco a poco, arrancando, pues aquí la leña está algo húmeda. Salgo a fumar, hablamos un poco, Rafita se pone a contar chistes frente a la hoguera y me pide que cuente uno, y no es este un ambiente -un fuego en el campo- como para negar un chiste: cuento el de siempre; luego quedamos en silencio, el resto se va retirando; me quedo ante el fuego, que es otra delicia indescriptible. Pienso en el oasis holandés: cenizas.

Se acerca la hora para ir tumbándose, echo antes una jarra de agua por los troncos y extiendo las brasas: mañana es día de andar.

lunes, marzo 24

Uno de por aquí (II)

Día lunes 17

Pero yo no iba a Chiclayo, sino que fue una de estas ciudades de paso por las que a veces uno, cuando viaja, se ve obligado a transitar: dar un pequeño paseo, ver lo justo, una o dos vueltas y luego sentarse sobre un banco, obligándose así a matar los tiempos muertos entre una etapa y la siguiente, entre el autobús y un avión: viajar, para los que no estamos muy habituados, es a veces algo cansino.
Aunque en realidad no volábamos en avión, sino en avioneta. La idea es atravesar los Andes en avioneta, ir hacia el interior de Perú llegando hasta la ciudad de Chachapoyas, donde está el hotel para hoy.


En esas salimos de la estación de autobuses y Chiclayo me parece como Lima, el cielo despejado del verano, el suelo terroso, seco sin lluvia, taxis y calor, follón por aquí y por allá: todo lo cual me desagrada un poco. Nos acercamos hasta la plaza de Armas, desayunamos alguna cosa, paso a la farmacia a comprar gasas para cubrir esta herida que no acaba de cerrar, pero el vendaje que me cubre la rodilla resulta muy aparatoso y la herida, una vez cubierta, parece el doble de lo que es en realidad. Pero el viaje, claro, sigue.

Hasta el último momento no nos aseguraron que el vuelo fuese a tener lugar, pues la única avioneta de la compañía aérea estaba pendiente de una revisión técnica que había de tener lugar esa mañana. Es mejor ir acercándose al aeropuerto, y ver lo que nos encontramos. Al llegar me asomo a la pista y allí está, siendo revisada. Hay un grupo alrededor: unos mecánicos asomándose al motor subidos a una pequeña escalera, otros toman nota (parecen los técnicos), otros pocos limpian el morro con esmero; otros que hablan a pie de pista, y estos no hacen nada.


He notado a un señor de mediana edad al entrar, sentado mirando hacia donde hemos dejado las cosas, medio dormido. Es la única persona del aeropuerto. Parece esperar algo o a alguien, y nos ponemos a imitarle. A mi, que no me gusta la espera quieta, por pasiva, me da por darme algún paseo en el Aeropuerto Internacional de Chiclayo. Paso la mayor parte del tiempo intentando que la noche sin dormir no me pueda, observando la avioneta, de espléndido aspecto, robusta: ya veremos. Nadie en los mostradores, pido alguna referencia sobre la compañía aérea a los pasantes, todas excelentes.


Salgo afuera y veo un grupito que llega: los pilotos, y la señorita que nos atenderá. La cosa se va moviendo: acercamos los bultos, nos preguntan nuestro peso, el de las maletas, hay otro pasajero: en total seremos tres más los dos pilotos. Antes de salir a pista miro al señor, ya totalmente dormido: yo no sé qué hizo toda la mañana por allí, sentado, haciendo como si esperaba.


Los motores se encienden y van cogiendo potencia; yo, que ya he debido ir en avioneta, casi no me acordaba de este ruido, de los temblores.
El viaje por el aire es una delicia, se pueden ver las calles por las que hemos andado un rato antes, el cielo despejado con una luz pura, de verano, todo es detalle desde aquí, las nubes quedan bien arriba, no llegamos tan alto; cruzamos montañas y valles: los Andes. Hacemos una escala: el otro pasajero iba a Jaén, y luego, un despegue y un aterrizaje después, enseguida llegamos a Chachapoyas.


Yo había prevenido al señor Carlos Burga de nuestra llegada, y él, que es uno de por aquí, había enviado un taxi para recogernos. Llegamos a nuestro hotel y finalmente conozco al señor Burga en persona, con quien hasta ahora sólo había tenido contacto telefónico previo al viaje, los preparativos: negociar precios, fechas, horas y estas cosas. Al principio creo que no me reconoce, pues luego me da un abrazo efusivo y la bienvenida: parece muy contento de vernos llegar a su casa, que también es un hotel.

Hablaré de Burga: el señor Burga tuvo un cargo político en su día, y hoy ya retirado de la cosa pública, se dedica a la hostelería. En la región es un hombre muy conocido, además de respetadísimo. Por aquí se le conoce como Don Carlos. Concretamente, fue director de turismo de esta región, la región departamental del Amazonas. En cualquier caso, fue político, y eso enseguida se le nota: quiere que le paguemos por adelantado. El pago es por los 4 días que vamos a estar andando por los alrededores, para así conocer algo de este lugar.
El alojamiento en su hotel: es un edificio muy acogedor, donde hace frío pero las mantas abrigan, hay un patio interior muy verde, las escaleras son de madera, hay agua caliente, está limpio y en orden: pagamos lo que nos pide.


Y salimos a ver un poco esta ciudad. Lo primero que se constata es que la economía local está sustentada, en gran medida, en dos tipos de negocios: las boticas y los locutorios. Lo segundo se entiende, pero tantos medicamentos le dan a uno la impresión de que esta gente enferma demasiado a menudo.

Los días van acortándose, ya se va poniendo el sol, el cansancio es grande. Mañana saldremos pronto: mejor ir tumbándose.

domingo, marzo 23

Uno de por aquí



Pues de vez en cuando, si el día o el clima invitan a ello, la gente se pone a viajar: ir de un sitio a otro y, ya puestos, llegar a conocer el rincón estimable -si es que lo hubiere- de estos lugares que se van descubriendo. Con este fin se creó en su día una industria que en España -y en tantos otros sitios- es enorme, importantísima en este sentido: cuando en tal ciudad nos tocó un camarero grosero y el café llevaba demasiada leche o en aquella otra la ducha del hostal era sucia y fría, además de cara: con qué alegría dejamos atrás aquel lugar, como suspirando y con alivio. Una alegría y unos suspiros que, siendo ecuánimes, no dejarían de ser algo injustos, pues con qué mayor clemencia juzgamos al camarero, a la leche, a las duchas y a los precios locales.
Ya metidos, se puede hacer un hueco a esta pregunta: si el fin del turismo era crear infraestructuras para, rápida o cómodamente, ir de un sitio a otro e incluso quedarse a dormir y comer por allí; o si por contra se pretendía suscitar rincones estimables. Si el objetivo era el segundo, en España esta industria ha fracasado: de manera incontestable.

Pero esto va de viajes. Debe haber muchos libros sobre viajes, entre los cuales yo considero a J. Conrad, pasando por el "Viaje a la Alcarria" y subirse luego al "Viaje en autobús" de Pla; por ejemplo.

Incluso yo he de reconocer que alguna vez también viajo. Y a veces me pregunto si no viajaré para luego tener algo que contar. Es decir, viajar para escribir.
Así, hoy y en los días que quedan por venir -siempre y cuando el ritmo sea bueno- iré contando alguna cosa de esta última semana: he estado haciendo algún viaje por Perú.


Día domingo 16

Salimos, con el ánimo algo elevado, por la tarde. La perspectiva de dejar este follón de gente y coches en que consiste Lima es muy plausible. El viaje, en autobús, nos habrá de llevar desde aquí hasta la ciudad de Chiclayo. Viajar de noche y al mismo tiempo intentar echar alguna cabezada va a ser complicado, pues conozco estas dificultades que encierran para mi el movimiento y el descanso. En fin, hay 11 horas por delante para conseguirlo.
Nada más subir, instalarnos y arrancar la azafata reparte una cena que intento hacer pasar con tragos de agua, mientras observo las afueras de Lima: subdesarrollo y pobreza, pero de esto ya se habló.
De postre nos reparten unos cartones: se va a celebrar un bingo cuyo premio es un pasaje de retorno. La azafata va cantando los números, y observo que la atención de los pasajeros aumenta, no se escucha ahora a nadie. Por fin hay un ganador, y algunos que estábamos a pocos números nos volvemos para mirarlo, algo molestos. Le hacen decir su nombre y unas palabras, que aprovecha para agradecer a la compañía. Luego se proyecta una película infumable.

Al terminar la cinta regresa la calma; hay roncadores; hace frío: el aire; imposible dormir.

jueves, marzo 6

casa de Lúculo


Yo, hasta hace algún tiempo, era un hombre más delgado; hoy -cuando me siento en el transporte público y observo la barriga- me encuentro algo orondo, acaso un poco grueso, como hinchado. Me digo que antes tenía un apetito menor, y también que serán los años, que empezarían a fundamentarse sobre estas razones, digamos, de peso; entre otras peores.

Deduzco que ahora como más por el placer que he descubierto en la gastronomía, pura delicia. En este sentido he observado que, en la mesa, me gusta cuidarme con los detalles: un algo de aperitivo o entrante, pan con unas lagrimillas de aceite de oliva recién me siento a la mesa, vino tinto servido de a poquitos, una ensalada acompañando, un vaso de agua fresca entre un plato y el siguiente, arrastrar las migas hasta el borde de la mesa y volcarlas para que acompañen el plato principal, fruta fresca, café con un poco de leche, algo dulce para acompañarlo, otro poco de fumar: estas son las cosas que ahora aprecio al sentarme a la mesa.

Pero yo quisiera hablar del abultamiento: recorre la barriga y anoto cómo se ha ido depositando todo en la tripa, en forma de un pequeño flotador, y quizás también, no lo sé, en la sobarba. Estos kilos a mi me han sorprendido mucho, pues yo, siendo un niño, era delgadísimo: lo era tanto que la gente tenía un cierto recato a la hora de mirarme por las piscinas o en la costa, pues era todo hueso, e incluso tuve que tomar unas gotas para ganar kilos, un remedio que recetó el pediatra, quien sin duda era un hombre algo preocupado por aquella delgadez, siendo él tan gordo. Creo que o no funcionaron, o su efecto tiene un cierto retardo.

He estado, pues, pensando en los inicios de esta ligera hinchazón. He llegado hasta un trabajo que tuve hace un tiempo. Era un trabajo que hubo que aceptar (por las circunstancias de entonces), y que consistía en tareas muy aburridas o repetitivas: abría el correo postal y me encargaba de las facturas. Este sitio era tremendo: además de no gustarme nada tenía que quedarme a mediodía, pues el horario así lo requería. En aquella empresa ofrecían un servicio de comedor donde se comía fatal, era horrible: la cocina estaba al cargo de una mujer de aúpa, una mujer plúmbea y desagradable. Por tanto nadie se atrevía nunca a decirle nada en el sentido de mejorar la calidad de esos platos tan pobres en todo, siempre grasos e insípidos, con unas salsas que atoraban, y la gente iba pasando mientras allí se seguía comiendo de cualquier manera. Hace poco llamé para preguntar cómo les iban las cosas, y de paso saber cómo siguen los guisos: por allí siguen comiendo muy mal.

Y pasando por estos recuerdos de entonces se llega hasta el otro día. Yo tengo un compañero de trabajo que, según nos cuenta con insistencia, siempre ha sido gordo. En fin, yo la gordura no se la acabo de vislumbrar; pero en cualquier caso es un hombre que se ha vuelto esforzadísimo en este sentido, pues consciente de sus kilos sobrantes se está imponiendo unos ejercicios y dietas muy trabajosos, y que al parecer le están yendo muy bien para lo suyo. Así, cuando llega la hora del refrigerio a veces salimos a comer por algún sitio cercano, y en tropel fuimos el otro día a un sitio que mi amigo del trabajo nos sugirió. Enseguida llegamos. Al alcanzarnos el camarero los menús con los distintos platos, observé unas cifras al margen de cada uno. Yo pregunté a mi amigo qué eran estos números, y resultaron ser el número de calorías de cada unos de los platos: una ensalada, tantas calorías, un sándwich otras tantas, la pieza de fruta con sus calorías correspondientes, así hasta el agua, que al parecer no tiene aporte calórico alguno.

Se comprenderá que no supe muy bien qué pensar sobre aquel lugar, donde en cualquier caso yo comí muy mal.

Y los días van pasando: espero que estéis bien.